No
os voy a contar lo increíbles que son las “Niagara Falls”: el que no haya
estado, fácilmente puede acercarse al videoclub o descargarse por Internet
(legalmente por supuesto) “Superman II” o “Niágara”, aunque yo le recomiendo el
viaje. Este post no trata de eso. Aquí vamos a hablar de todo lo que rodea a la
excursión a las cataratas, lo que no aparece en el encuadre de la postal, así
como de los matices histriónicos y surrealistas de esta visita.
Las excursiones a las cataratas desde Toronto
son habituales y se pueden contratar directamente desde la mayoría de los
hoteles. Como el trayecto es larguito, las agencias organizadoras completan la
visita con otras paradas, como la visita a las bodegas de Dan Aykroid (“Cazafantasmas”,
“Mi novia es una extraterrestre”) y pueblos como Niagara-on-the-Lake, donde uno
puede encontrarse desde una limusina Hammer a una pareja de viejecitas total-look Isabel II paseando del brazo.
Finalmente llegamos a Niagara Falls (Ontario,
Canadá), que se alza sobre la parte canadiense de las cataratas, y recibe el
sobrenombre de “Capital Mundial de la Luna de Miel”. Es una urbe al mismo borde
de las cataratas donde se aglutinan cadenas hoteleras y de comida rápida,
grandes rascacielos y en fin, todos los arquetípicos elementos de la cultura
americana. En el río, las barcazas llamadas “Maid of the Mist” (no es una, sino
un montón, que van y vienen constantemente, tanto desde la orilla
estadounidense como desde la canadiense, que es la que estamos comentando en
este post) navegan cargadas hasta la bandera de turistas enfundados en los
inmensos chubasqueros azules (canadienses) o amarillos (estadounidenses) que reciben al adquirir su ticket. Yo aún lo tengo
y me ha salvado de un par de apuros, oyes. El momento culminante llega cuando
nos cruzamos con una pareja de novios, ella de blanco y largo, y con “crocs”
rosas, él galante y engominado.
¿Tourist trap? sin ninguna duda. Pero el
espectáculo está asegurado. Y luego están también las cataratas, claro.
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