Os podría hablar largo y tendido de los 15
días que pasé en Terracina (Latina, Italia), pero al final nada define mejor
aquél viaje que nuestra llegada a las 11 de la noche, con treintaitantos grados
y 100% de humedad. Cómo arrastrando nuestras maletas por las callejuelas,
plazoletas, muralla arriba y abajo, los lugareños a los que íbamos preguntando en
un patético itañolo por la situación
de la casa donde nos alojábamos se unían a nosotros en comitiva, preguntando a
voces a su vez a otros vecinos que acababan también acompañándonos. Cómo tras más de una hora de subir y bajar
escalones, de patearnos el adarve de la muralla (una callejuela que hoy día da
acceso a muchas viviendas del casco antiguo) con nuestros trolleys Samsonite
absurdamente fuera de lugar, de preguntarnos de qué estarían hablando (nadie
hablaba otra cosa que no fuera italiano), llegamos por fin a la casa que nos
había cedido nuestro querido amigo Lele. Cuán efusiva fue la despedida de
aquellas gentes que nos habían ayudado y cómo rechazaron amablemente nuestra
invitación a tomar una cerveza o un helado en la plaza la noche siguiente. Nos
quedamos dos inolvidables semanas en aquel pueblo, pero no volvimos a ver a
ninguna de aquellas personas. Sin embargo, para mí, ellos son Terracina, y
nosotros, unos pobres extras despistados en una película de Fellini o Berlanga.
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